lunes, 21 de octubre de 2019

¿Quién soy?




Andrés odiaba el álbum familiar por una sola causa, que era real pero que sólo él creía y a nadie podía confesar: el hombre que aparecía en esas fotos no era él. O bueno, sí lo era, porque todos lo decían y él mismo recordaba haber participado de esas reuniones, acudido a las ceremonias religiosas, a los viajes a tal o cual lugar. Pero en efecto, la observación era generalizada y él mismo tenía que reconocerlo: no te pareces, decían, ¿éste eres tú? Para nada te pareces, ¿eh?
Era una broma familiar, un chiste interno que poco le divertía. Pero no por reiterado o injustificado, sino por todo lo contrario. Cada vez más, el niño de las fotos en la playa, el joven que brindaba en el patio de la casa, el graduado que sostenía su diploma, le parecía una persona diferente a sí mismo.
Era lógico, en parte. El tiempo es implacable y la pérdida de cabello, la papada y la generosa barriga hacían una obvia diferencia. Pero había algo más. La forma de la nariz se había redondeado y no concordaba con la silueta afilada que se veía en la foto de la primera comunión. Los ojos carecían del contorno almendrado del Andrés infantil. Hasta la piel era bastante más oscura que la del joven. Su prematuro envejecimiento se había acelerado a partir de la huida de Yadira. También había fotos con ella.
Tan extraño era el hombre que le sonreía desde las fotos que poco a poco empezó a creer que sus recuerdos no lo eran realmente, no verdaderos recuerdos, sino inducidos por las propias imágenes.
Y en efecto, su mente se esforzaba por determinar cuándo se había generado en cada caso el primer recuerdo, el recuerdo original, antes de que recordara las fotos. Y poco a poco se convencía de que no era él, que en algún momento el Andrés original, el de las fotos, había sido suplantado por él. Pero entonces ¿quién era él?
Acudió a su padre, lo que le pareció un tanto infantil. Pero ¿quién si no podría saber más sobre estos asuntos?
-Lo que dices es cierto. En una película oí que todas las células de nuestro cuerpo se regeneran cada 20 años. Es decir, que tú ya no eres tú, en efecto. Sin embargo, tu “yo” sí existe. Si materialmente ya no eres tú, en cambio tu mente es la del antiguo Andrés. Recuerdas cosas que le ocurrieron a tu cuerpo anterior. Ésta es una gran contradicción pero es la realidad.
-¿Qué tan seria era la película? ¿Era un documental?
-No sé. Era de caricaturas.
La explicación era tan oblicua que dejaba más dudas que certezas. Porque si su cuerpo había renovado por completo sus células, eso también podría explicar por qué había cambiado su forma de pensar. No era cierto que la mente del niño Andrés sobrevivía en el cuerpo del adulto Andrés. Él era otro, física y emocionalmente. Y quedaba el problema de sus recuerdos. ¿Eran reales o inducidos por las fotografías?
Ahora, la solución podía ser más simple de lo que él creía. Supongamos que las personas a las que él llamaba padres hubieran tenido un hijo previo, el original Andrés. En una época lejana este niño podría haber muerto o desaparecido por otras causas. Los padres adoptaron entonces a un niño (él) y lo hicieron pasar por aquél.  Su educación entonces había sido la recreación de este pasado ilusorio, la creación de una nueva persona.
Un hecho simple de su última infancia, que provocó la risa de sus familiares, fue la causa de esta especie de psicosis. Su abuela, que ya chocheaba pero que había demostrado amor y fidelidad al desgarbado nieto, hizo una de sus preguntas impertinentes:
-¿Por qué tienes esas orejas.
-¡Ay mamá!, pues siempre las ha tenido.
-No, no las tenía. No ésas, por lo menos.
Se jaló las orejas como si en efecto no le pertenecieran. Como si arrancándolas pudiera conocer la verdad acerca de su verdadero ser, si es que esto existía.
En el Día de Muertos de sus trece años ocurrió algo que en ese momento no quiso indagar: mientras el grueso de la familia marchaba hacia la tumba del abuelo paterno, sus padres tomaron un callejón entre las tumbas que los llevó hasta un patio al fondo del cementerio. Él sólo los siguió con la vista; le pareció que colocaban flores sobre una pequeña tumba, un manojo de violetas o amapolas silvestres. En ese momento no le dio importancia a la peculiar ofrenda.
Una noche despertó de un sueño inquietante. En éste era él quien acompañaba a sus padres para ofrendar flores a la tumba. Sin sorpresa, el nombre anotado en la lápida era el suyo propio: Andrés. Su mamá arrojó un ramillete de azares a la tumba, pero como si el peso de las etéreas flores fuera un lastre, la tumba se partió y el suelo a su alrededor colapsó. El suelo se abrió y los tres cayeron al interior con todo y la losa fragmentada, pero su caída fue muy prolongada, como si en vez de caer el par de metros que debía tener la fosa, hubiese recorrido un abismo.
Al despertar, sólo quería que amaneciera para buscar la tumba de su sueño. El panteón municipal quedaba en lo que era por entonces la periferia de la ciudad, pero él abarcó esa distancia en menos de una hora. Trató de ubicarse a partir de la tumba de su abuelo, de dirigir la vista al rincón donde sus padres se habían encaminado. Cuando creyó situarlo, caminó hacia el fondo del cementerio y lleno de nerviosismo, se enfrentó al objeto de su pesadilla: una tumba hundida en la tierra, vacía, mostrando los despojos de una cripta de ladrillos. Una fosa llena de raíces resecas y de yerbarajos.
La tumba vacía era una alegoría de que, en efecto, aquél Andrés no había existido. Todo era una simple fantasía de un adolescente inseguro. Pero entonces, ¿a quién le llevaban flores sus padres? ¿Por qué tanto misterio en aquél Día de Muertos? Y pese a la evidencia, a la posibilidad de que confundiera los hechos y todo no fuera sino un delirio, la aparente verdad crecía en su mente. O en su locura. Otro niño, otro Andrés. O para ser precisos, el verdadero Andrés. Ése que él no era, el que nunca podría ser. Al que apenas suplantaba armado de recuerdos falsos. Cuyos movimientos sólo podía intuir para imitar torpemente.
Unió los hechos más nimios para construir las supuestas pruebas de su impostura. Recuerdos que difícilmente podrían ser precisos y que probablemente eran tan inventados como ese pasado construido con fotos y documentos del otro Andrés.
Miraba las fotos con insistencia. Había recuerdos que sí eran suyos. Las fotos con Yadira era algo que él recordaba con precisión: haberla conocido, haberse casado, todos los momentos que se documentaron en esas fotos eran, indubitablemente sus recuerdos. Su abandono, su escape cobarde con quién sabe quién. Eso también era un recuerdo verdadero. Haberlo dejado sin posibilidad de preguntarle por qué. Sin poder descargar toda esa rabia. Quedarse sin una explicación.
Se volvió el fantasma de sí mismo. Un hombre sin identidad, un recipiente ansioso de un contenido. Pensar en el cúmulo de cosas que no era lo agobiaba, lo hundía en la depresión. Claro que quería ser otro: ese hijo a quien él había suplantado; ese hombre sin rostro por el cual lo habían cambiado. Lo imaginaba más joven, alto, tipo atlético, tal vez. Más sociable, menos cohibido que él mismo. Más hábil para decir, no lo que sentía, sino lo que ella quería escuchar. Su vida se debatió mucho tiempo entre ése otro que él creía haber sido y el que no podía ser. Cualquier invención era mejor que la nada en que estaba convertido, la terrible ambigüedad de un hombre sin rostro, con un pasado ficticio.
Sólo entonces cayó en la cuenta del vigoroso proceso por el cual su antiguo rostro había mudando las facciones, cambiando no sólo los dientes y el cabello, sino la nariz, las orejas, el color de los ojos. Así se fue transformando en otra persona. Pero, tal cual había dicho su papá, siendo a la vez el mismo.
Ahora sentía un extraño vértigo. Si el cambio era tan radical, ¿en quién terminaría convertido? Temió que en cualquier momento su cara volviera a cambiar y ni él mismo pudiera reconocerse. El rostro le brincaba más que en un ataque de nerviosismo.
Corrió al espejo y miró la transformación que sufría. Vio brotar una nueva nariz, larga y ganchuda, en el lugar de la carnosidad redonda en medio de su cara. Las orejas crecían y se colgaban, como si los cartílagos en su interior se vencieran. Bajo sus ojos, unas aguadas bolsas de carne brotaban como buganvilias marchitas. Su nuevo rostro le causaba miedo: era una persona que no imaginaba, desconocido y sin embargo suyo. Se preguntó sin encontrar respuesta: ¿quién soy? ¿Quién soy?

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