lunes, 24 de septiembre de 2018

Este amor lleno de granos



Siempre que pienso en ella me cubro de granos. En cambio, si pienso en su hermana, mis afecciones dérmicas desaparecen. En las noches veraniegas de insomnio, empapado en un sudor pestilente a lejía, rememoro sus ojos de avellana, su dulce voz que arañaba las paredes y que ha llenado de surcos el tirol. A veces pienso que, si aplicara la aguja de un fonógrafo sobre el muro desconchado, reproduciría sus inflexiones aterciopeladas. ¿Cómo es que me habla, evitando minuciosamente mi nombre? No lo sé, pero basta que piense en ella, dormido o despierto, para que me llene de granos. Yo también omito decir su nombre.
Antes tenía fantasías sexuales durante mi vigilia, pero una desesperante comezón entre los dedos de mis pies me detenía en seco. Trataba de moderar mis impulsos, imaginando que la besaba o, más tibiamente, que la abrazaba en la banca de un parque; pero entonces surgían en las yemas de mis dedos bolsitas de piel hinchada, rellenas de agüilla.
Cuando recuerdo sus labios (me gustan, aunque he de reconocer que es la parte de su anatomía que menos me atrae) unas llagas purulentas me brotan de la nuca. Con la dificultad que me ocasiona este acto de contorsionismo, exprimo mis pústulas, retirando una secreción amarillenta que apesta a leche agria. Si pienso en su nariz (cierta afección cutánea le ha deformado las aletas nasales) llagas de fuego labial me cortan las comisuras y barros henchidos de sebo brotan de mi cabeza. No muchos, en rigor, pero suficientes para generarme una feroz comezón en el cuero cabelludo. Los exprimo minuciosamente, tratando de extirpar con éstos todos los recuerdos de ella.
Lo que más temo es soñar que tenemos relaciones sexuales. Los brazos se me inundan de granitos negruzcos, dejándome la piel de lija. De ellos retiro algo parecido a costras, pero si los miro con detenimiento, advierto que son diminutos bichos, ácaros, microscópicas garrapatas tal vez. No se mueven, parecen muertos, acaso sean larvas de algún parásito mayor, huevecillos que nunca llegan a eclosionar.
En el sueño, suprimido el férreo control de la conciencia, mi cerebro me juega bromas freudianas. Imagino que beso su vulva, artificiosamente lampiña, que tenemos sexo en posiciones extravagantes. Y de repente despierto, como cuando era un niño y soñaba que orinaba, despierto sólo para constatar que estoy dormido y que mi cuerpo me ha hecho una mala pasada. Ya no despierto orinado, los calzones mojados de un líquido tibio que se enfría, pero sí lleno de granos, barros, espinillas, pústulas, ronchas.
Una piel tan pudorosa es francamente indeseable, sobre todo siendo una persona de amplio criterio y escrúpulos enclenques. Más odiosa, si consideramos que en verdad la amo y que no hay nada de pecaminoso en mi deseo por ella. Cierto que es casada y yo también, pero en el amor este tipo de circunstancias son meros problemas técnicos sin mayor importancia.
En cambio, cuando pienso en su hermana menor no pasa nada. No sólo eso, sino que las veces que me he acercado a aquella (recuerdo una tarde desconcertante en que terminamos agitando nuestros cuerpos en el sofá, las telas arrugadas a punto de rasgarse, la ropa interior entremezclada con la exterior) este prurito que me atosiga al pensar en la otra, se apacigua. Y una ocasión que casi hicimos el amor (restregué mi pene contra su entrepierna con la ropa puesta, hasta arribar a un ruidoso orgasmo) noté que cierta escoriación de mi cuello desaparecía mágicamente.
Aquella es joven, sin más belleza que la que otorga la juventud. Su vientre es plano y sus nalgas firmes, pero sus pechos son apenas una leve curva bajo sus extraños brasieres sin varas. Innegablemente la deseo, pero esta necesidad acaba con la última gota de mi esperma.
No se crea que el tener relaciones con su hermana es una forma de infidelidad. El sexo nada tiene que ver con el amor y por más que a veces lleve a aquélla a un motel, sigo pensando en la otra, amándola desesperada y desesperanzadamente, tocando el cuerpo de su hermana y deseándola aún más. Este sexo no es amor, es una terapia que me ayuda a librarme de mi acné senil y (créanlo o no) me hace rejuvenecer, desapareciendo algunas arrugas de mi cara.
Aquélla sabe que no la amo, que sólo apacigua mis deseos y me hace creer que, a tanto de jodérmela, me iré haciendo más joven. Un día, después de una sesión especialmente prolongada de sexo vespertino, me fulminó con una frase telenovelesca: “En toda relación amorosa, hay uno que ama y otro que se deja amar. La relación la controla y la disfruta el que se deja amar; pero el único que la vive con intensidad es el que ama. Y si tienes que escoger entre lo primero o lo segundo, te decidirías siempre por ser el que ama y vivir junto a la persona que amas, aunque ésta no te ame”.
A pesar de lo cacofónico de su perorata, me pareció exacta. Por eso a aquélla la gozo sin amarla, con una mezcla de tedio y resignación, no carente de gratitud. Por eso a la otra la amo con pasión, con todas mis llagas y espinillas. Por eso seguiré soñando con sus labios, aunque me azote de pústulas, aunque me arranque quién sabe qué animalejos de los brazos. La seguiré amando, aunque me llene de granos.

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