jueves, 23 de julio de 2020

El otro



¿Y usted cómo se llama? Edgar, Edgar Allan Poe. Un breve silencio. El bar contuvo voces y respiraciones. Nadie volteó a vernos, pero creí que nos oían. Una risa nerviosa. Claro, no soy ése Edgar Allan Poe, sólo me llamo así. No escribo. No me gusta. Y nunca he querido leer los cuentos de aquél Edgar Allan Poe. Y este nombrecito es mi mayor desgracia, créame. Siempre es la misma plática.
-Pero usted no es drogadicto –dije intentando una especie de broma. Quiero decir, usted no consume opio o algún/
-De hecho, sí –me interrumpió el homónimo. Y esa es mi segunda gran desgracia. Un día es coca, otro, metanfetamina. Vivo un delirio permanente, rodeado de mis alucinaciones. En este momento, por ejemplo, no sé si usted es real o ficticio.
Su confesión me sorprendió. No supe si su prestigioso nombre era parte de sus delirios. Sólo faltaba que estuviera casado…
-…con mi prima –afirmó. Sí, ella era muy joven cuando la rapté, ante la oposición de su familia.
¿En serio? ¿Era algún tipo de broma? Preferí seguirle la corriente.
-Seguramente estaba muy enamorado de ella. ¿Qué tiempo tienen de casados?
Su mirada se cargó de recuerdos dolorosos.
-Ella murió. Y le confieso que fue mi culpa, porque nunca logré darle ni siquiera lo indispensable para vivir. La tuberculosis me la arrebató tan joven…
 Ya no quise seguir con esa farsa.
-Bueno, ahora sólo falta que su mascota sea un cuervo, ¿verdad?
-¿Un cuervo? ¿Y para qué querría uno?
La extrañeza del sujeto podía ser real.
-Yo tengo un gato negro -afirmó con una sonrisa triste.
Ya no podía disimular mi disgusto. Traté de contenerme, pero me era difícil.
-Mire, señor como se llame: creo que debe buscar a otro para burlarse de él en su cara. Ya me harté de sus/
-Disculpe –volvió a interrumpirme -sé que en este punto de la plática mis interlocutores reaccionan violentamente. Supongo que tiene que ver con el otro Poe. Créame que no he querido burlarme. Cierto que a veces dudo, a veces siento mi vida como una larga pesadilla. ¿Existió realmente mi prima Virginia? ¿Imaginé su amor, su agonía? Mi vida se desliza como un barco entre la niebla, a la deriva, intentando distinguir los hechos reales de los imaginarios.
Parecía sincero, pero su historia era del todo inverosímil. El mesero llegó con un par de copas de vino. Parecía una oferta de paz. Decidí aceptarla.
-Pues lamento mi reacción, pero usted debe entender: tantas coincidencias se hacen intolerables.
-Quisiera que fuera de otra forma. Pero créame: le he contado la verdad, penosa y simple.
-Aun así, me cuesta trabajo creerle. Le ofrezco una sincera disculpa.
-Aceptada, señor…
-Shakespeare, William Shakespeare, para servirle.
La pena del señor Poe se transformó, súbitamente, en ira. Me arrojó la copa de amontillado a la cara y se retiró del restaurante con paso vacilante.
Drogadicto, sí. Un caso perdido.

lunes, 21 de octubre de 2019

¿Quién soy?




Andrés odiaba el álbum familiar por una sola causa, que era real pero que sólo él creía y a nadie podía confesar: el hombre que aparecía en esas fotos no era él. O bueno, sí lo era, porque todos lo decían y él mismo recordaba haber participado de esas reuniones, acudido a las ceremonias religiosas, a los viajes a tal o cual lugar. Pero en efecto, la observación era generalizada y él mismo tenía que reconocerlo: no te pareces, decían, ¿éste eres tú? Para nada te pareces, ¿eh?
Era una broma familiar, un chiste interno que poco le divertía. Pero no por reiterado o injustificado, sino por todo lo contrario. Cada vez más, el niño de las fotos en la playa, el joven que brindaba en el patio de la casa, el graduado que sostenía su diploma, le parecía una persona diferente a sí mismo.
Era lógico, en parte. El tiempo es implacable y la pérdida de cabello, la papada y la generosa barriga hacían una obvia diferencia. Pero había algo más. La forma de la nariz se había redondeado y no concordaba con la silueta afilada que se veía en la foto de la primera comunión. Los ojos carecían del contorno almendrado del Andrés infantil. Hasta la piel era bastante más oscura que la del joven. Su prematuro envejecimiento se había acelerado a partir de la huida de Yadira. También había fotos con ella.
Tan extraño era el hombre que le sonreía desde las fotos que poco a poco empezó a creer que sus recuerdos no lo eran realmente, no verdaderos recuerdos, sino inducidos por las propias imágenes.
Y en efecto, su mente se esforzaba por determinar cuándo se había generado en cada caso el primer recuerdo, el recuerdo original, antes de que recordara las fotos. Y poco a poco se convencía de que no era él, que en algún momento el Andrés original, el de las fotos, había sido suplantado por él. Pero entonces ¿quién era él?
Acudió a su padre, lo que le pareció un tanto infantil. Pero ¿quién si no podría saber más sobre estos asuntos?
-Lo que dices es cierto. En una película oí que todas las células de nuestro cuerpo se regeneran cada 20 años. Es decir, que tú ya no eres tú, en efecto. Sin embargo, tu “yo” sí existe. Si materialmente ya no eres tú, en cambio tu mente es la del antiguo Andrés. Recuerdas cosas que le ocurrieron a tu cuerpo anterior. Ésta es una gran contradicción pero es la realidad.
-¿Qué tan seria era la película? ¿Era un documental?
-No sé. Era de caricaturas.
La explicación era tan oblicua que dejaba más dudas que certezas. Porque si su cuerpo había renovado por completo sus células, eso también podría explicar por qué había cambiado su forma de pensar. No era cierto que la mente del niño Andrés sobrevivía en el cuerpo del adulto Andrés. Él era otro, física y emocionalmente. Y quedaba el problema de sus recuerdos. ¿Eran reales o inducidos por las fotografías?
Ahora, la solución podía ser más simple de lo que él creía. Supongamos que las personas a las que él llamaba padres hubieran tenido un hijo previo, el original Andrés. En una época lejana este niño podría haber muerto o desaparecido por otras causas. Los padres adoptaron entonces a un niño (él) y lo hicieron pasar por aquél.  Su educación entonces había sido la recreación de este pasado ilusorio, la creación de una nueva persona.
Un hecho simple de su última infancia, que provocó la risa de sus familiares, fue la causa de esta especie de psicosis. Su abuela, que ya chocheaba pero que había demostrado amor y fidelidad al desgarbado nieto, hizo una de sus preguntas impertinentes:
-¿Por qué tienes esas orejas.
-¡Ay mamá!, pues siempre las ha tenido.
-No, no las tenía. No ésas, por lo menos.
Se jaló las orejas como si en efecto no le pertenecieran. Como si arrancándolas pudiera conocer la verdad acerca de su verdadero ser, si es que esto existía.
En el Día de Muertos de sus trece años ocurrió algo que en ese momento no quiso indagar: mientras el grueso de la familia marchaba hacia la tumba del abuelo paterno, sus padres tomaron un callejón entre las tumbas que los llevó hasta un patio al fondo del cementerio. Él sólo los siguió con la vista; le pareció que colocaban flores sobre una pequeña tumba, un manojo de violetas o amapolas silvestres. En ese momento no le dio importancia a la peculiar ofrenda.
Una noche despertó de un sueño inquietante. En éste era él quien acompañaba a sus padres para ofrendar flores a la tumba. Sin sorpresa, el nombre anotado en la lápida era el suyo propio: Andrés. Su mamá arrojó un ramillete de azares a la tumba, pero como si el peso de las etéreas flores fuera un lastre, la tumba se partió y el suelo a su alrededor colapsó. El suelo se abrió y los tres cayeron al interior con todo y la losa fragmentada, pero su caída fue muy prolongada, como si en vez de caer el par de metros que debía tener la fosa, hubiese recorrido un abismo.
Al despertar, sólo quería que amaneciera para buscar la tumba de su sueño. El panteón municipal quedaba en lo que era por entonces la periferia de la ciudad, pero él abarcó esa distancia en menos de una hora. Trató de ubicarse a partir de la tumba de su abuelo, de dirigir la vista al rincón donde sus padres se habían encaminado. Cuando creyó situarlo, caminó hacia el fondo del cementerio y lleno de nerviosismo, se enfrentó al objeto de su pesadilla: una tumba hundida en la tierra, vacía, mostrando los despojos de una cripta de ladrillos. Una fosa llena de raíces resecas y de yerbarajos.
La tumba vacía era una alegoría de que, en efecto, aquél Andrés no había existido. Todo era una simple fantasía de un adolescente inseguro. Pero entonces, ¿a quién le llevaban flores sus padres? ¿Por qué tanto misterio en aquél Día de Muertos? Y pese a la evidencia, a la posibilidad de que confundiera los hechos y todo no fuera sino un delirio, la aparente verdad crecía en su mente. O en su locura. Otro niño, otro Andrés. O para ser precisos, el verdadero Andrés. Ése que él no era, el que nunca podría ser. Al que apenas suplantaba armado de recuerdos falsos. Cuyos movimientos sólo podía intuir para imitar torpemente.
Unió los hechos más nimios para construir las supuestas pruebas de su impostura. Recuerdos que difícilmente podrían ser precisos y que probablemente eran tan inventados como ese pasado construido con fotos y documentos del otro Andrés.
Miraba las fotos con insistencia. Había recuerdos que sí eran suyos. Las fotos con Yadira era algo que él recordaba con precisión: haberla conocido, haberse casado, todos los momentos que se documentaron en esas fotos eran, indubitablemente sus recuerdos. Su abandono, su escape cobarde con quién sabe quién. Eso también era un recuerdo verdadero. Haberlo dejado sin posibilidad de preguntarle por qué. Sin poder descargar toda esa rabia. Quedarse sin una explicación.
Se volvió el fantasma de sí mismo. Un hombre sin identidad, un recipiente ansioso de un contenido. Pensar en el cúmulo de cosas que no era lo agobiaba, lo hundía en la depresión. Claro que quería ser otro: ese hijo a quien él había suplantado; ese hombre sin rostro por el cual lo habían cambiado. Lo imaginaba más joven, alto, tipo atlético, tal vez. Más sociable, menos cohibido que él mismo. Más hábil para decir, no lo que sentía, sino lo que ella quería escuchar. Su vida se debatió mucho tiempo entre ése otro que él creía haber sido y el que no podía ser. Cualquier invención era mejor que la nada en que estaba convertido, la terrible ambigüedad de un hombre sin rostro, con un pasado ficticio.
Sólo entonces cayó en la cuenta del vigoroso proceso por el cual su antiguo rostro había mudando las facciones, cambiando no sólo los dientes y el cabello, sino la nariz, las orejas, el color de los ojos. Así se fue transformando en otra persona. Pero, tal cual había dicho su papá, siendo a la vez el mismo.
Ahora sentía un extraño vértigo. Si el cambio era tan radical, ¿en quién terminaría convertido? Temió que en cualquier momento su cara volviera a cambiar y ni él mismo pudiera reconocerse. El rostro le brincaba más que en un ataque de nerviosismo.
Corrió al espejo y miró la transformación que sufría. Vio brotar una nueva nariz, larga y ganchuda, en el lugar de la carnosidad redonda en medio de su cara. Las orejas crecían y se colgaban, como si los cartílagos en su interior se vencieran. Bajo sus ojos, unas aguadas bolsas de carne brotaban como buganvilias marchitas. Su nuevo rostro le causaba miedo: era una persona que no imaginaba, desconocido y sin embargo suyo. Se preguntó sin encontrar respuesta: ¿quién soy? ¿Quién soy?

lunes, 24 de septiembre de 2018

Este amor lleno de granos



Siempre que pienso en ella me cubro de granos. En cambio, si pienso en su hermana, mis afecciones dérmicas desaparecen. En las noches veraniegas de insomnio, empapado en un sudor pestilente a lejía, rememoro sus ojos de avellana, su dulce voz que arañaba las paredes y que ha llenado de surcos el tirol. A veces pienso que, si aplicara la aguja de un fonógrafo sobre el muro desconchado, reproduciría sus inflexiones aterciopeladas. ¿Cómo es que me habla, evitando minuciosamente mi nombre? No lo sé, pero basta que piense en ella, dormido o despierto, para que me llene de granos. Yo también omito decir su nombre.
Antes tenía fantasías sexuales durante mi vigilia, pero una desesperante comezón entre los dedos de mis pies me detenía en seco. Trataba de moderar mis impulsos, imaginando que la besaba o, más tibiamente, que la abrazaba en la banca de un parque; pero entonces surgían en las yemas de mis dedos bolsitas de piel hinchada, rellenas de agüilla.
Cuando recuerdo sus labios (me gustan, aunque he de reconocer que es la parte de su anatomía que menos me atrae) unas llagas purulentas me brotan de la nuca. Con la dificultad que me ocasiona este acto de contorsionismo, exprimo mis pústulas, retirando una secreción amarillenta que apesta a leche agria. Si pienso en su nariz (cierta afección cutánea le ha deformado las aletas nasales) llagas de fuego labial me cortan las comisuras y barros henchidos de sebo brotan de mi cabeza. No muchos, en rigor, pero suficientes para generarme una feroz comezón en el cuero cabelludo. Los exprimo minuciosamente, tratando de extirpar con éstos todos los recuerdos de ella.
Lo que más temo es soñar que tenemos relaciones sexuales. Los brazos se me inundan de granitos negruzcos, dejándome la piel de lija. De ellos retiro algo parecido a costras, pero si los miro con detenimiento, advierto que son diminutos bichos, ácaros, microscópicas garrapatas tal vez. No se mueven, parecen muertos, acaso sean larvas de algún parásito mayor, huevecillos que nunca llegan a eclosionar.
En el sueño, suprimido el férreo control de la conciencia, mi cerebro me juega bromas freudianas. Imagino que beso su vulva, artificiosamente lampiña, que tenemos sexo en posiciones extravagantes. Y de repente despierto, como cuando era un niño y soñaba que orinaba, despierto sólo para constatar que estoy dormido y que mi cuerpo me ha hecho una mala pasada. Ya no despierto orinado, los calzones mojados de un líquido tibio que se enfría, pero sí lleno de granos, barros, espinillas, pústulas, ronchas.
Una piel tan pudorosa es francamente indeseable, sobre todo siendo una persona de amplio criterio y escrúpulos enclenques. Más odiosa, si consideramos que en verdad la amo y que no hay nada de pecaminoso en mi deseo por ella. Cierto que es casada y yo también, pero en el amor este tipo de circunstancias son meros problemas técnicos sin mayor importancia.
En cambio, cuando pienso en su hermana menor no pasa nada. No sólo eso, sino que las veces que me he acercado a aquella (recuerdo una tarde desconcertante en que terminamos agitando nuestros cuerpos en el sofá, las telas arrugadas a punto de rasgarse, la ropa interior entremezclada con la exterior) este prurito que me atosiga al pensar en la otra, se apacigua. Y una ocasión que casi hicimos el amor (restregué mi pene contra su entrepierna con la ropa puesta, hasta arribar a un ruidoso orgasmo) noté que cierta escoriación de mi cuello desaparecía mágicamente.
Aquella es joven, sin más belleza que la que otorga la juventud. Su vientre es plano y sus nalgas firmes, pero sus pechos son apenas una leve curva bajo sus extraños brasieres sin varas. Innegablemente la deseo, pero esta necesidad acaba con la última gota de mi esperma.
No se crea que el tener relaciones con su hermana es una forma de infidelidad. El sexo nada tiene que ver con el amor y por más que a veces lleve a aquélla a un motel, sigo pensando en la otra, amándola desesperada y desesperanzadamente, tocando el cuerpo de su hermana y deseándola aún más. Este sexo no es amor, es una terapia que me ayuda a librarme de mi acné senil y (créanlo o no) me hace rejuvenecer, desapareciendo algunas arrugas de mi cara.
Aquélla sabe que no la amo, que sólo apacigua mis deseos y me hace creer que, a tanto de jodérmela, me iré haciendo más joven. Un día, después de una sesión especialmente prolongada de sexo vespertino, me fulminó con una frase telenovelesca: “En toda relación amorosa, hay uno que ama y otro que se deja amar. La relación la controla y la disfruta el que se deja amar; pero el único que la vive con intensidad es el que ama. Y si tienes que escoger entre lo primero o lo segundo, te decidirías siempre por ser el que ama y vivir junto a la persona que amas, aunque ésta no te ame”.
A pesar de lo cacofónico de su perorata, me pareció exacta. Por eso a aquélla la gozo sin amarla, con una mezcla de tedio y resignación, no carente de gratitud. Por eso a la otra la amo con pasión, con todas mis llagas y espinillas. Por eso seguiré soñando con sus labios, aunque me azote de pústulas, aunque me arranque quién sabe qué animalejos de los brazos. La seguiré amando, aunque me llene de granos.

domingo, 2 de septiembre de 2018

Un mundo sin héroes


Como sepulturero, he visto muchas cosas entrar y salir de la tierra y no me asusto fácilmente; después de los primeros cien cadáveres, de cien formas diferentes de descomposición, hay poco que pueda asustar.
Sin embargo, el verlo salir de su tumba me perturbó profundamente. No, no fue miedo. Fue una sorpresa del tamaño de la misma muerte. Apenas pude reconocer al anciano cadavérico.
-¡Don Fidel!
Me miró estúpidamente, como si hubiese descubierto un imposible anonimato o despertara de una profunda amnesia y al fin recordara quién era o quién había sido.
-¿Es usted un obrero? –me interrogó.
-De alguna forma...
-Si usted es obrero, yo lo represento y hasta puedo opinar por usted. Soy su líder, soy...
-Sé quién es; pero dudo mucho que sea líder de alguien.
-¿Es usted de la oposición? –preguntó contrariado.
-La oposición ya no existe. O para ser más precisos, lo que antes era la oposición hoy es el gobierno. Y usted ya no es líder de nadie, porque está muerto desde hace muchos años.
-¿Muerto? ¿Cómo? ¿De qué forma?
-Hay un refrán que dice: "Dios perdona, pero el tiempo no". Dicho de otra forma, usted murió de viejo.
-¡Absurdo! ¡Yo no puedo morir! ¿Que será del sindicato, de los obreros, sin mi ayuda?
-Poca ayuda representaba ya, don Fidel. De cualquier manera, la mayoría de sus agremiados habrán muerto también.
-Por eso no ha venido nadie a recibirme. Muerto y olvidado: qué triste fin.
-Olvidado no. En torno a su persona se organizó una iconografía y un mito. Extraña suerte en un mundo sin héroes.
Don Fidel pareció angustiarse. Si dentro de la muerte se puede envejecer, él lo hizo en un minuto. Tenía muchos años más de muerto.
-No lo entiendo; si no vine a dirigir obreros o a destapar presidentes... ¿qué hago aquí?
-Pues eso sí no lo sé. ¿Usted a qué cree que salió?
Don Fidel buscó la respuesta dentro de sí mismo, sin hallarla. Pareció petrificarse, convertirse en una estatua de sí mismo. Luego, la corteza de su cuerpo se quebró, como la de un árbol añejo. Su masa monolítica cayó en costras, convertida en gravilla y aun las pequeñas piedras de lo que había sido su cuerpo, se granularon, se hicieron humus. Cuando un débil viento lo dispersó no quedó en el sitio ni un puñado de polvo que memorara su existencia.