Siempre que pienso
en ella me cubro de granos. En cambio, si pienso en su hermana, mis afecciones
dérmicas desaparecen. En las noches veraniegas de insomnio, empapado en un
sudor pestilente a lejía, rememoro sus ojos de avellana, su dulce voz que
arañaba las paredes y que ha llenado de surcos el tirol. A veces pienso que, si
aplicara la aguja de un fonógrafo sobre el muro desconchado, reproduciría sus
inflexiones aterciopeladas. ¿Cómo es que me habla, evitando minuciosamente mi
nombre? No lo sé, pero basta que piense en ella, dormido o despierto, para que
me llene de granos. Yo también omito decir su nombre.
Antes
tenía fantasías sexuales durante mi vigilia, pero una desesperante comezón
entre los dedos de mis pies me detenía en seco. Trataba de moderar mis impulsos,
imaginando que la besaba o, más tibiamente, que la abrazaba en la banca de un
parque; pero entonces surgían en las yemas de mis dedos bolsitas de piel
hinchada, rellenas de agüilla.
Cuando
recuerdo sus labios (me gustan, aunque he de reconocer que es la parte de su
anatomía que menos me atrae) unas llagas purulentas me brotan de la nuca. Con
la dificultad que me ocasiona este acto de contorsionismo, exprimo mis
pústulas, retirando una secreción amarillenta que apesta a leche agria. Si
pienso en su nariz (cierta afección cutánea le ha deformado las aletas nasales)
llagas de fuego labial me cortan las comisuras y barros henchidos de sebo
brotan de mi cabeza. No muchos, en rigor, pero suficientes para generarme una
feroz comezón en el cuero cabelludo. Los exprimo minuciosamente, tratando de
extirpar con éstos todos los recuerdos de ella.
Lo
que más temo es soñar que tenemos relaciones sexuales. Los brazos se me inundan
de granitos negruzcos, dejándome la piel de lija. De ellos retiro algo parecido
a costras, pero si los miro con detenimiento, advierto que son diminutos
bichos, ácaros, microscópicas garrapatas tal vez. No se mueven, parecen
muertos, acaso sean larvas de algún parásito mayor, huevecillos que nunca
llegan a eclosionar.
En
el sueño, suprimido el férreo control de la conciencia, mi cerebro me juega
bromas freudianas. Imagino que beso su vulva, artificiosamente lampiña, que
tenemos sexo en posiciones extravagantes. Y de repente despierto, como cuando
era un niño y soñaba que orinaba, despierto sólo para constatar que estoy
dormido y que mi cuerpo me ha hecho una mala pasada. Ya no despierto orinado,
los calzones mojados de un líquido tibio que se enfría, pero sí lleno de
granos, barros, espinillas, pústulas, ronchas.
Una
piel tan pudorosa es francamente indeseable, sobre todo siendo una persona de
amplio criterio y escrúpulos enclenques. Más odiosa, si consideramos que en
verdad la amo y que no hay nada de pecaminoso en mi deseo por ella. Cierto que
es casada y yo también, pero en el amor este tipo de circunstancias son meros
problemas técnicos sin mayor importancia.
En
cambio, cuando pienso en su hermana menor no pasa nada. No sólo eso, sino que
las veces que me he acercado a aquella (recuerdo una tarde desconcertante en
que terminamos agitando nuestros cuerpos en el sofá, las telas arrugadas a
punto de rasgarse, la ropa interior entremezclada con la exterior) este prurito
que me atosiga al pensar en la otra, se apacigua. Y una ocasión que casi
hicimos el amor (restregué mi pene contra su entrepierna con la ropa puesta,
hasta arribar a un ruidoso orgasmo) noté que cierta escoriación de mi cuello
desaparecía mágicamente.
Aquella
es joven, sin más belleza que la que otorga la juventud. Su vientre es plano y
sus nalgas firmes, pero sus pechos son apenas una leve curva bajo sus extraños
brasieres sin varas. Innegablemente la deseo, pero esta necesidad acaba con la
última gota de mi esperma.
No
se crea que el tener relaciones con su hermana es una forma de infidelidad. El
sexo nada tiene que ver con el amor y por más que a veces lleve a aquélla a un
motel, sigo pensando en la otra, amándola desesperada y desesperanzadamente,
tocando el cuerpo de su hermana y deseándola aún más. Este sexo no es amor, es
una terapia que me ayuda a librarme de mi acné senil y (créanlo o no) me hace
rejuvenecer, desapareciendo algunas arrugas de mi cara.
Aquélla
sabe que no la amo, que sólo apacigua mis deseos y me hace creer que, a tanto
de jodérmela, me iré haciendo más joven. Un día, después de una sesión especialmente
prolongada de sexo vespertino, me fulminó con una frase telenovelesca: “En toda
relación amorosa, hay uno que ama y otro que se deja amar. La relación la
controla y la disfruta el que se deja amar; pero el único que la vive con
intensidad es el que ama. Y si tienes que escoger entre lo primero o lo
segundo, te decidirías siempre por ser el que ama y vivir junto a la persona
que amas, aunque ésta no te ame”.
A
pesar de lo cacofónico de su perorata, me pareció exacta. Por eso a aquélla la
gozo sin amarla, con una mezcla de tedio y resignación, no carente de gratitud.
Por eso a la otra la amo con pasión, con todas mis llagas y espinillas. Por eso
seguiré soñando con sus labios, aunque me azote de pústulas, aunque me arranque
quién sabe qué animalejos de los brazos. La seguiré amando, aunque me llene de
granos.