Andrés odiaba el
álbum familiar por una sola causa, que era real pero que sólo él creía y a
nadie podía confesar: el hombre que aparecía en esas fotos no era él. O bueno,
sí lo era, porque todos lo decían y él mismo recordaba haber participado de
esas reuniones, acudido a las ceremonias religiosas, a los viajes a tal o cual
lugar. Pero en efecto, la observación era generalizada y él mismo tenía que
reconocerlo: no te pareces, decían, ¿éste eres tú? Para nada te pareces, ¿eh?
Era
una broma familiar, un chiste interno que poco le divertía. Pero no por
reiterado o injustificado, sino por todo lo contrario. Cada vez más, el niño de
las fotos en la playa, el joven que brindaba en el patio de la casa, el
graduado que sostenía su diploma, le parecía una persona diferente a sí mismo.
Era
lógico, en parte. El tiempo es implacable y la pérdida de cabello, la papada y
la generosa barriga hacían una obvia diferencia. Pero había algo más. La forma
de la nariz se había redondeado y no concordaba con la silueta afilada que se
veía en la foto de la primera comunión. Los ojos carecían del contorno
almendrado del Andrés infantil. Hasta la piel era bastante más oscura que la
del joven. Su prematuro envejecimiento se había acelerado a partir de la huida
de Yadira. También había fotos con ella.
Tan
extraño era el hombre que le sonreía desde las fotos que poco a poco empezó a
creer que sus recuerdos no lo eran realmente, no verdaderos recuerdos, sino
inducidos por las propias imágenes.
Y
en efecto, su mente se esforzaba por determinar cuándo se había generado en
cada caso el primer recuerdo, el
recuerdo original, antes de que recordara las fotos. Y poco a poco se convencía
de que no era él, que en algún momento el Andrés original, el de las fotos,
había sido suplantado por él. Pero entonces ¿quién era él?
Acudió
a su padre, lo que le pareció un tanto infantil. Pero ¿quién si no podría saber
más sobre estos asuntos?
-Lo
que dices es cierto. En una película oí que todas las células de nuestro cuerpo
se regeneran cada 20 años. Es decir, que tú ya no eres tú, en efecto. Sin
embargo, tu “yo” sí existe. Si materialmente ya no eres tú, en cambio tu mente
es la del antiguo Andrés. Recuerdas cosas que le ocurrieron a tu cuerpo
anterior. Ésta es una gran contradicción pero es la realidad.
-¿Qué
tan seria era la película? ¿Era un documental?
-No
sé. Era de caricaturas.
La
explicación era tan oblicua que dejaba más dudas que certezas. Porque si su
cuerpo había renovado por completo sus células, eso también podría explicar por
qué había cambiado su forma de pensar. No era cierto que la mente del niño
Andrés sobrevivía en el cuerpo del adulto Andrés. Él era otro, física y
emocionalmente. Y quedaba el problema de sus recuerdos. ¿Eran reales o
inducidos por las fotografías?
Ahora,
la solución podía ser más simple de lo que él creía. Supongamos que las
personas a las que él llamaba padres hubieran tenido un hijo previo, el
original Andrés. En una época lejana este niño podría haber muerto o
desaparecido por otras causas. Los padres adoptaron entonces a un niño (él) y
lo hicieron pasar por aquél. Su
educación entonces había sido la recreación de este pasado ilusorio, la
creación de una nueva persona.
Un
hecho simple de su última infancia, que provocó la risa de sus familiares, fue
la causa de esta especie de psicosis. Su abuela, que ya chocheaba pero que
había demostrado amor y fidelidad al desgarbado nieto, hizo una de sus
preguntas impertinentes:
-¿Por
qué tienes esas orejas.
-¡Ay
mamá!, pues siempre las ha tenido.
-No,
no las tenía. No ésas, por lo menos.
Se
jaló las orejas como si en efecto no le pertenecieran. Como si arrancándolas
pudiera conocer la verdad acerca de su verdadero ser, si es que esto existía.
En
el Día de Muertos de sus trece años ocurrió algo que en ese momento no quiso
indagar: mientras el grueso de la familia marchaba hacia la tumba del abuelo
paterno, sus padres tomaron un callejón entre las tumbas que los llevó hasta un
patio al fondo del cementerio. Él sólo los siguió con la vista; le pareció que
colocaban flores sobre una pequeña tumba, un manojo de violetas o amapolas
silvestres. En ese momento no le dio importancia a la peculiar ofrenda.
Una
noche despertó de un sueño inquietante. En éste era él quien acompañaba a sus
padres para ofrendar flores a la tumba. Sin sorpresa, el nombre anotado en la
lápida era el suyo propio: Andrés. Su mamá arrojó un ramillete de azares a la
tumba, pero como si el peso de las etéreas flores fuera un lastre, la tumba se
partió y el suelo a su alrededor colapsó. El suelo se abrió y los tres cayeron
al interior con todo y la losa fragmentada, pero su caída fue muy prolongada,
como si en vez de caer el par de metros que debía tener la fosa, hubiese
recorrido un abismo.
Al
despertar, sólo quería que amaneciera para buscar la tumba de su sueño. El
panteón municipal quedaba en lo que era por entonces la periferia de la ciudad,
pero él abarcó esa distancia en menos de una hora. Trató de ubicarse a partir
de la tumba de su abuelo, de dirigir la vista al rincón donde sus padres se
habían encaminado. Cuando creyó situarlo, caminó hacia el fondo del cementerio
y lleno de nerviosismo, se enfrentó al objeto de su pesadilla: una tumba
hundida en la tierra, vacía, mostrando los despojos de una cripta de ladrillos.
Una fosa llena de raíces resecas y de yerbarajos.
La
tumba vacía era una alegoría de que, en efecto, aquél Andrés no había existido.
Todo era una simple fantasía de un adolescente inseguro. Pero entonces, ¿a
quién le llevaban flores sus padres? ¿Por qué tanto misterio en aquél Día de
Muertos? Y pese a la evidencia, a la posibilidad de que confundiera los hechos
y todo no fuera sino un delirio, la aparente verdad crecía en su mente. O en su
locura. Otro niño, otro Andrés. O para ser precisos, el verdadero Andrés. Ése
que él no era, el que nunca podría ser. Al que apenas suplantaba armado de
recuerdos falsos. Cuyos movimientos sólo podía intuir para imitar torpemente.
Unió
los hechos más nimios para construir las supuestas pruebas de su impostura.
Recuerdos que difícilmente podrían ser precisos y que probablemente eran tan
inventados como ese pasado construido con fotos y documentos del otro Andrés.
Miraba
las fotos con insistencia. Había recuerdos que sí eran suyos. Las fotos con
Yadira era algo que él recordaba con precisión: haberla conocido, haberse
casado, todos los momentos que se documentaron en esas fotos eran,
indubitablemente sus recuerdos. Su abandono, su escape cobarde con quién sabe
quién. Eso también era un recuerdo verdadero. Haberlo dejado sin posibilidad de
preguntarle por qué. Sin poder descargar toda esa rabia. Quedarse sin una
explicación.
Se
volvió el fantasma de sí mismo. Un hombre sin identidad, un recipiente ansioso
de un contenido. Pensar en el cúmulo de cosas que no era lo agobiaba, lo hundía
en la depresión. Claro que quería ser otro: ese hijo a quien él había
suplantado; ese hombre sin rostro por el cual lo habían cambiado. Lo imaginaba
más joven, alto, tipo atlético, tal vez. Más sociable, menos cohibido que él
mismo. Más hábil para decir, no lo que sentía, sino lo que ella quería escuchar. Su vida se debatió mucho tiempo entre ése
otro que él creía haber sido y el que no podía ser. Cualquier invención era
mejor que la nada en que estaba convertido, la terrible ambigüedad de un hombre
sin rostro, con un pasado ficticio.
Sólo
entonces cayó en la cuenta del vigoroso proceso por el cual su antiguo rostro
había mudando las facciones, cambiando no sólo los dientes y el cabello, sino
la nariz, las orejas, el color de los ojos. Así se fue transformando en otra
persona. Pero, tal cual había dicho su papá, siendo a la vez el mismo.
Ahora
sentía un extraño vértigo. Si el cambio era tan radical, ¿en quién terminaría
convertido? Temió que en cualquier momento su cara volviera a cambiar y ni él
mismo pudiera reconocerse. El rostro le brincaba más que en un ataque de
nerviosismo.
Corrió
al espejo y miró la transformación que sufría. Vio brotar una nueva nariz,
larga y ganchuda, en el lugar de la carnosidad redonda en medio de su cara. Las
orejas crecían y se colgaban, como si los cartílagos en su interior se
vencieran. Bajo sus ojos, unas aguadas bolsas de carne brotaban como
buganvilias marchitas. Su nuevo rostro le causaba miedo: era una persona que no
imaginaba, desconocido y sin embargo suyo. Se preguntó sin encontrar respuesta:
¿quién soy? ¿Quién soy?